Los escasos segundos que transcurrían entre la lectura del manuscrito y la transcripción en el pergamino nuevo eran despeciables, en el fondo no se trataba sino de un único gesto, un movimiento armonioso que nacía en el ímpetu del ojo, se hundía en la cabeza, atravesaba el gañote y desembocaba como un amable toerrente en la punta afilada de la pluma. De a ratos ni siquiera era necesario entender del todo lo que se estaba copiando, eran sólo signos, marcos, dibujos. Hasta era mejor así: la letra, desnuda de significado, salía más limpia, más esmerada. (Montes - Wolf: 111)
sábado, 19 de enero de 2008
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