El escriba suspiró y chupó la pluma. Se preguntó si su destreza escrituraria, que al parecer había desarrollado hasta un grado excelso, ya que era tal la demanda por sus servicios, no terminarfía por acarrearle inconvenientes. ¿Sería inagotable el don de la escriturao mas bien un don medido, parco, una dosis para cada escritor, en estricta justicia, con lo que él, tan pródigo en textos, acabaria por quedarse corto de trazos antes de concluir la obra? (Montes - Wolf: El turno del escriba. 217)
sábado, 19 de enero de 2008
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